Había una vez un carrito precioso
que vivía en la puerta de sastrería. Su estructura pintada de blanco se había
descascarillado con el tiempo y ahora parecía un pobre cacharro abandonado. Sin
embargo aún lucía un vistoso raso azul con unos lazos que conformaban
una preciosa cesta contenedora.
Él no recordaba cómo había
llegado hasta allí pero tenía claro que ahora era un objeto demodé. El único objetivo de su vida era
ayudar a estilistas y sobre todo a sastras (su gran debilidad) a transportar
ropa y zapatos de un lugar a otro. Durante su vida había recibido varios
nombres: el papamóvil, el sastramovil, el carrito de los helados… Sin
embargo hacía ya un año que apenas salía a recorrer los pasillos de Antena 3.
Recordaba una sastra que lo quiso
de verdad. Por las mañanas lo subía a la mesa y cuidadosamente retiraba los
hilos enganchados de sus ruedas. Después lavaba la cesta de
raso y se la volvía a poner con esmero. Lo paseaba por todas partes e incluso, a veces, le dejaba pasar la noche
en algún camerino. Era lo primero que recogía por la mañana y se enfadaba mucho
si otra sastra se lo quitaba. Algunas se peleaban por él, pero cuando esta
sastra se fue la vida del carrito cambió.
De las cuatro que quedaron
tan solo había una que lo usaba. Las otras decían que parecía un carrito de
feria, que le faltaban las luces y el espumillón. Alguna, incluso, se negó absolutamente
a ser vista con semejante aparato. Y era verdad que llamaba la atención, eso no
se puede negar. Por lo que le había
parecido entender escuchando las innumerables conversaciones que inspiró,
ser visto con él significaba algo así como degradar la profesión de quien lo
llevara.
Y entonces fue cuando se dio
cuenta de que el problema no era suyo si no de las sastras. En algún lugar de
sus conciencias había un sentimiento de no ser suficientemente valoradas. Había
una línea demasiado delgada entre lavar, planchar y coser la ropa de los demás
y el servilismo. Por eso ellas intentaban destacar trabajando duro, haciendo grandes
transformaciones en la ropa, siendo resolutivas y profesionales. Pero detestaban
agacharse a atar zapatos delante de otras personas. Eso no es una sastra,
decían, eso es un mayordomo.
Por eso el carrito decidió
liberarse de aquella carga. No era un problema exclusivamente suyo el no ser
valorado como debía. Dejó de
añorar el pasado y comenzó a observar la vida del premontaje, a la gente que
pasaba por allí con prisas y se preguntaba qué sería aquel aparato de raso
azul.
muy bien llevado,un buen homenaje para las sastras...siempre en las trincheras,con su trabajo vistoso..pero sin ser vistas...enhorabuena!
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