De las paredes de sastrería cuelgan fotografías de lugares hermosos y lejanos. Una playa, un picnic, una arboleda, montañas, el mar, contrastando con las blancas paredes alumbradas por luces fluorescentes. Sastrería no tiene ventanas.
Hace años mis compañeras gozaban de un lugar amplio y luminoso. El almacén de vestuario no tenía fin y dicen que podías encontrar cualquier cosa que necesitases en su amplia sección de disfraces: Elvis, reyes magos, princesas, charlestón... Las estilistas tenían un despacho con un ordenador para cada una y ficheros con sus papeles. La luz natural entraba a través de grandes ventanales. Había plantas en macetas y ceniceros en las máquinas de coser. Había espacio.
Con el traslado al nuevo lugar quedaron horrorizadas: era tan pequeño que sólo cabían la mesa de corte y la plancha. Las estilistas dejaron de tener despacho y comenzaron a compartir un solo ordenador. Redujeron el almacén a una cuarta parte y se deshicieron de rollos de tela y disfraces. Desaparecieron los ceniceros. El espacio estaba tan aprovechado que parecía una casa muestra de Ikea, repleta de cajones y habitáculos para guardar cosas. Se sintieron desterradas y olvidadas en el último rincón tras el premontaje del uno.
Poco a poco el espacio fue cobrando vida. Pusimos carteles y fotografías, plantamos un hueso de aguacate y lo retamos a crecer bajo la luz artificial y a sobrevivir a los envites del bolso de Patri. Llenamos las paredes de símbolos de Reiki buscando armonía. Escudriñamos las revistas antiguas buscando cualquier lugar donde nos gustaría estar y nacieron las fachadas floridas y los veranos caribeños.
Felices vacaciones, Patri.
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